lunes, 10 de octubre de 2011

Más allá de la muerte 1.1 - 1.5 ; V2

1

-                    ¡Mierda, mierda y más mierda!
Se repetía en mi interior desesperadamente, mientras mi mente daba traspiés de un lado a otro de mi cabeza sin lograr hallar nada a lo que aferrarse, y mis manos trabajaban afanosas, intentando detener una hemorragia que sabía que no pararía.
Cerré los ojos, ahogando el llanto, conteniendo la desesperación, intentando mantener la poca cordura que me restaba para lograr obtener una explicación a lo que había pasado.

¿Quién hubiese podido decir hace tan solo una semana, que todo iba a acabar así?… la concepción que tenía del mundo, y de todo lo que lo rodeaba amenazaba con desmoronarse profanada por una nueva y dantesca realidad.
Toda la claridad, firmeza y tranquilidad de mi vida, se rompió con la llegada de Marta a la plaza de Santa Teresita, donde yo la estaba esperando. Fue entonces, cuando algo en mi interior se desgajó, casi como si hubiesen desgarrado el tenue velo que separa la pesadilla de la realidad…

Su silfídica figura se acercó mientras se encendía un cigarrillo y se guardaba el paquete de tabaco en el bolso; ese tan original que le hizo su madre bordándole un murciélago y la burlesca y sonriente calavera de Jack Skellington.
La verdad es que siempre me había recordado a una sirena, no solo por su dulce e hipnótica voz, que me embelesaba como un sueño con tan solo una palabra; también por sus ojos, de intenso azabache, capaces de atraparme en unos pozos insondables. Realmente, era como si con ellos pudiera escrutar hasta lo más hondo de mi alma.
Su oscura melena, de cabellos suaves como la seda, era como una talla de ébano, que recortaba un rostro blanco como la nieve, donde una brillante sonrisa se dibujaba en sus bellos y sonrosados labios.
Yo también sonreí, y cuando iba a besarla, algo llamó mi atención.

Lo divisé a la distancia, mientras surgía de un oscuro portal. Era un hombre joven, de no más de treinta años. De su boca manaba sangre a borbotones, que le salpicaba la ropa por todas partes. Avanzaba renqueante mientras abría y cerraba las mandíbulas sin emitir sonido alguno, inundado de una cruel ira silenciosa que resultaba de lo más inquietante. Su cara era extremadamente pálida, y resultaba realmente desagradable; pues creaba un contraste muy extraño con el color vivo y brillante de la sangre roja.

Un hombre mayor vestido con una chaqueta de lana se le acercó, presumiblemente para preguntarle que le había pasado y si se encontraba bien.
Cogí el móvil dispuesto a llamar a una ambulancia, pero justo cuando el anciano llegó hasta el hombre, éste lo agarró y lo estrechó entre sus brazos en un antinatural abrazo que me arrancó una mirada de incredulidad y que casi provocó que se me cayese el teléfono de las manos.
El pobre viejo se revolvía en los brazos de su captor visiblemente incómodo, y le gritaba a forma de protesta, ya que su ropa también se estaba manchando de sangre.
Un par de ancianos se acercaron también para ver lo que sucedía, seguramente más impulsados por la curiosidad ante tan extraña circunstancia, que por la idea altruista de ayudar al prójimo.
Justo entonces, los gritos enfurismados se tornaron en auténticos alaridos de dolor al hundirse en su cuello los dientes del hombre ensangrentado. Las sonrisas socarronas de los involuntarios espectadores se convirtieron en muecas desencajadas por el horror que me helaron la sangre, mientras sus gritos de desesperación retumbaban en mis oídos.
Entonces sí que se me resbaló el móvil.


2

Casi sin darme cuenta, de forma instintiva, di un paso atrás, como intentando alejarme de esa imagen que se clavaba en mis ojos, pero no pude dar otro, un terror primario y absoluto me paralizaba.
Estaba presenciando una carnicería… pero no era simplemente eso lo que me helaba la sangre… era el cómo… era el quién. Un tío que no debería poder mantenerse en pie, estaba acribillando a dentelladas a un pobre octogenario.

El ansia devoradora pareció desaparecer momentáneamente de la cara del hombre, que alzó la cabeza y aflojó su abrazo, dejando caer en el asfalto el cuerpo desgarrado y sin vida de su víctima. Y arrastrando los pies, volvió a ponerse en movimiento, echando una mirada a su alrededor, mientras de nuevo, sus facciones se tensaban con la agresividad de una bestia. 
Uno de los ancianos, humildemente vestido y que llevaba unas gruesas gafas en la punta de su tambaleante nariz, se giró y echó a correr, mientras que el otro, poseedor de una barriga realmente impresionante, se quedó petrificado sin atreverse a mover un dedo.
Casi debió parecerle como si la misma muerte se le acercase paso a paso, intentando hacer presa de su marchito cuerpo, aunque, cuando fue agarrado despertó de su ensoñación e intentó zafarse, pero con tan mala suerte que los dos acabaron en el suelo, donde empezó a patalear para quitarse a su agresor de encima. Pero de nada sirvieron sus esfuerzos, pues el atacante fue estrechando el cerco, impidiendo sus movimientos e ignorando los golpes que le caían encima mientras, imbuido por una especie de furia incontrolable, empezaba a propinar mordiscos a todo lo que quedaba al alcance de sus mandíbulas y tragando, sin pararse a masticar, los pedazos de carne que conseguía arrancar del cuerpo del desdichado anciano.
Poco después de que ambos cayeran al suelo, el anciano de la chaqueta de lana se incorporó, y mientras mis ojos se abrían como platos, profirió un gemido igualmente escalofriante, y se abalanzó sobre víctima y agresor, para unirse al festín que proporcionaba  voluminoso cuerpo del viejo, cuyos espasmos descontrolados iban cesando poco a poco, hasta que todo movimiento se detuvo por completo al exhalar su último aliento.

Casi al unísono, los dos caníbales se cansaron de comer y levantaron la vista en busca de un nuevo objetivo.


3

Aquel macabro espectáculo me tenía completamente absorto, pero cuando sus miradas de ojos muertos se clavaron en nosotros, reflejando su hambre infinito y visceral, salí de mi estupor con una sola idea en la cabeza.
Teníamos que salir de ahí inmediatamente.

Marta tiraba ya de mí para obligarme a moverme, así que, girándome en redondo y cogiéndola de la mano, empezamos a correr. Solo alcancé a echar una mirada atrás, pero fue suficiente para forjar en mí la necesidad de correr hasta que nos fallasen las piernas, pues lo que vieron mis ojos fue al antaño jovial anciano alzándose de nuevo, ahora tambaleante; como si litros de alcohol recorriesen su cuerpo; y mientras su descomunal estómago abierto vertía las tripas que no  habían sido devoradas sobre el suelo embaldosado.
Devolví la vista al frente, ignorando el amargo sabor de la bilis que ascendía rápidamente por mi garganta y me concentré en correr más rápido.

Nuestro objetivo asomó enseguida entre los demás edificios; así que, sin  esperarme a estar más cerca, empecé a rebuscar entre el manojo de llaves, la que nos permitiría acceder a su interior.
Al llegar a la entrada ya tenía la llave entre los dedos, así que la metí en la cerradura y el pánico se adueñó de mí… pues la maldita puerta se negaba a obedecer mi mandato. Saqué la llave, perplejo, preguntándome como me podía haber equivocado.
La miré de nuevo, solo para volver a meterla un instante después, era la llave correcta, pero por alguna razón no quería abrir. La sacudí con fuerza.
El terror empezaba a extenderse por las calles y la puerta seguía sin ceder. Gritos, llantos y el sonido de pisadas de gente corriendo nos rodeaban, sumergiéndonos en el caos atronador que ahora reinaba las calles.
La sirena de una ambulancia hendía el aire.
Marta aporreaba el interfono, pulsando los botones de todos los pisos, asustada. Yo le arreé un soberbio puntapié a la puerta mientras mentaba a la madre del cerrajero. Miré atrás. Di gracias porque los caníbales parecían incapaces de correr incluso yéndoles la vida en ello, y las di también; con una punzada de remordimientos; por que hubiese gente incapaz de correr tanto como nosotros. Saqué la llave de nuevo y la volví a meter antes de intentar abrir por enésima vez, ya al borde de la desesperación.


4

Giré la llave y comprobé, con gran alivio por mi parte, como se nos abrían las puertas de la salvación. Entramos.
El ascensor no estaba, pero pese al cansancio no queríamos esperar ni un segundo a que bajara, así que corrimos escaleras arriba, escalando los peldaños de dos en dos, mientras luchábamos por soportar el fuego que nos abrasaba por dentro y que nos devoraba las piernas para poder seguir corriendo un segundo más.

Llegamos a la sexta planta al límite de nuestras fuerzas.
Extenuados, cruzamos el umbral de la casa, y sin poder dar un solo paso más, cerramos la puerta echando el cerrojo. Luego permanecimos inmóviles un largo momento.
Notaba como me palpitaban las sienes, veía como me temblaban las manos por la incredulidad y el miedo, y sentía el corazón a punto de estallarme dentro del pecho. Así que cerrando los ojos intenté tranquilizarme y respirar normalmente.
Sequé el sudor que perlaba mi frente con el brazo, mientras los escalofríos me impedían pensar con claridad.
Abrí los ojos i contemplé a Marta, quien no presentaba mejor aspecto. Pues como yo, estaba exhausta, y su pecho subía y bajaba descontroladamente.
Verla a mi lado me arranco una sonrisa que desgraciadamente no tardó en desaparecer.

El inusual silencio que envolvía la casa me golpeó como un mazazo

Con la respiración aún desbocada, entré en todas las habitaciones, llamando a mis padres con voz trémula y asustada; pero no había respuesta alguna que tranquilizase mi espíritu. Mi desesperación crecía y crecía mientras dirigía la mano derecha hacia el bolsillo de los pantalones. Entonces, durante un segundo, me quedé sin respiración.

Me maldije por ser tan descuidado. El teléfono móvil se había quedado tirado en el suelo de la plaza.
Sin dilación, me abalancé sobre el inalámbrico del comedor y les llamé.
Me acerqué a la ventana, desde donde pude ver como el pánico se extendía por las calles de la ciudad como un rio de pólvora; desde donde pude ver como la gente corría en todas direcciones, huyendo de sus lunáticos perseguidores; desde donde pude ver el infierno desbordándose ante mis ojos.

Con la mirada aún perdida en las calles, oí como desde la habitación de mis padres llegaba una colorida y animada melodía que iba aumentando de potencia. Como ya era habitual, mi madre se había vuelto a dejar el móvil en casa…
Imprecando en voz baja, colgué el teléfono y me dejé caer en el sofá del comedor.
Miré a marta, que hacía lo propio llamando a sus padres. Podía ver perfectamente la angustia reflejada en su rostro mientras los tonos de la llamada pasaban uno a uno sin que nadie descolgase el auricular al otro lado de la línea, e imaginé que debía ser la misma cara que había puesto yo al empezar a sonar la musiquilla al otro lado de la pared.

Fijé la mirada en el suelo mientras me pasaba las manos por la cabeza, incapaz de creer o aceptar las locuras que acabábamos de ver, frustrado por no poder hacer nada por Marta, por sus padres, o por los míos.

Levanté la cabeza mientras me revolvía el pelo con fuerza y resoplaba con furia.

Mis ojos se encontraron entonces con los de Marta, quien me miraba con compasión, como adivinando mis pensamientos.
Se acercó sin mediar palabra y me acarició una mejilla mientras me besaba la frente.
Acto seguido se encendió un cigarrillo. La llama se reflejó un instante en sus ojos e hizo que brillaran como joyas.

La miré, y la vi entonces como nunca antes la había visto. Brillando con luz propia. Más radiante y hermosa que nunca.

Las primeras volutas de humo surgieron presurosas de su boca, acariciando con delicadeza sus bellos y sonrosados labios.
Entonces, por primera vez, ese humo que tanto aborrecía, dejo de parecerme molesto.


5

Seguí mirándola mientras asumía esa parte de mí que la necesitaba a mi lado. Era débil. Y me maldije por serlo.
Dios sabia que pronto no quedaría sitio para la debilidad en el mundo, así que haciendo de tripas corazón, logré llegar a una determinación.
Marta debía irse.
Tenía que ponerla a salvo, tanto por ella como por sí mismo.

Marta daba su segunda calada mientras yo me dedicaba a tales reflexiones y empezaba a marcar un número de teléfono.
Esta vez tuvo mejor suerte y halló a su interlocutor, a quien saludó entre sollozos, su hermano mayor.

Me alcé entonces, como en trance y me dirigí al recibidor.
Necesitaba comprobar una cosa.

No estaban. Genial.
Mis padres se habían llevado el coche. Debían de estar camino a las piscinas, aunque con algo de suerte podrían salir fuera de la ciudad y estar vivos.

Descarte esa idea y busqué un plan alternativo.
Puede que la bicicleta sirviera. En un principio pensé que, aunque no ofreciera la protección de un automóvil, seguramente lo compensara con su sigilo. Dudaba que su pedaleo fuese a atraer la atención de los “devoradores” del mismo modo que un motor en marcha, aunque cuando no habían pasado ni dos segundos desde que notase la ausencia de las llaves, algo me hizo rechazar ese nuevo plan…
La verdad es que no me veía dejando que Marta saliese a la calle al volante de ese cacharro cochambroso que llevaba dios sabe cuántos años criando polvo en el trastero del edificio.

Volví al comedor, donde la encontré hablando histéricamente, intentando a la desesperada convencer a su hermano de algo imposible. Aunque si alguien podía hacerlo, era ella.

Como predije, al cabo de un rato Marta había conseguido lo que quería, como siempre, pues logró que su hermano no se tomara sus advertencias a la ligera y que le prometiese ir con cuidado.
Se despidieron y Marta colgó con un “te quiero” que más parecía un “adiós” vacio y roto, que un “hasta pronto”.

Levantó los ojos, y esta vez fui yo quien encontró su mirada. Se la sostuve mientras una nueva idea flotaba en mi cabeza.
Tragué saliva para dar tiempo a que el nuevo plan acabara de gestarse y, en honor a la verdad, para permitirme reunir el valor necesario como para abrir la boca.
Respiré hondo y hablé:
-¿Has bajado en coche no? Dime que no has venido en autobús…
Ella me miró perpleja – Si, he venido en coche… ¿por qué? – Su expresión torció a la sorpresa – Un momento, ¿quieres que nos vayamos en mi coche?
-No exactamente…

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