domingo, 11 de septiembre de 2011

Más allá de la muerte 1.6

El silencio se adueñó un instante de la habitación.
Marta me miraba, expectante.

-Yo debo quedarme por mis padres; si vuelven a buscarme y no estoy, no me lo perdonaré; pero tú puedes ir a Alpicat con los tuyos, y si todo empeora, ir al…
-¿¡Que!? – Los ojos de Marta se abrieron como platos y sus labios se apretaron tanto que perdieron todo su color.

Tal visión me arrebató todo el coraje que tanto me había costado acumular y enmudecí. Su rostro empezó a serenarse con mi silencio y empezó a hablar en tono afable, como lo haría un adulto que intenta hacer entender algo evidente a un niño especialmente obtuso.
Dijo que no tenía intención de ir hasta la casa de sus padres enfrentándose sola a los demonios que habían tomado las calles, ni iba a permitir que lo hiciese yo.
O nos íbamos, o nos quedábamos, mía era la elección, pero podía tener claro que a ningún lugar iríamos el uno sin el otro.

Traté de disuadirla, aunque de nada sirvió, y de nuevo me avergoncé, pues una parte de mi se alegró de ello.

-Tú ganas – Cedí al final – Como siempre.
Ella dio por finalizada la conversación con una rota sonrisa que desapareció tras una máscara de cansancio.
Dirigiendo su atención de nuevo en el teléfono, volvió a marcar el número de sus padres; me miró; y se dirigió hacia una de las habitaciones más interiores de la casa.
Yo me quedé donde estaba. Aun impresionado por su fuerte carácter.

Los gritos de la calle, que parecieron entonces aumentar de intensidad, como si se hubiese alcanzado un nuevo nivel de horror, me hizo dar un respingo.
Intenté hacer caso omiso.
No me apetecía vaciar el contenido de mi estomago, así que decidí salir de la habitación y cerrar la puerta tras de mí.
Eso tal vez insonorizara un poco el resto de la casa del ruido proveniente del exterior, y con suerte dejara de temblarnos el alma.

Cuando ya tenía la mano en el pomo de la puerta, un nuevo grito me clavó en el sitio.
Giré la cabeza. Lentamente. Incrédulo.
Cerré la puerta sin llegar a atravesarla.
Mis pies me encaminaron hacia la ventana de la que acababan de alejarme.

Aparté las cortinas con la mano. Tembloroso el pulso.
No quería verlo, y aún así, algo dentro de mi me decía que era mi deber ser testigo de semejante atrocidad.
Así pues, dirigí la mirada hacia el origen de los gritos. Unos gritos que encogían mi corazón más que el miedo mismo.

Justo delante de mi ventana se extendía el patio del colegio Juan XIII, que empezaba a llenarse de alumnos y profesores aterrorizados que salían del edificio a todo correr.
La entrada del recinto estaba abierta, lo que convertía las altas vallas que lo cercaban en una ratonera.