miércoles, 8 de junio de 2011

Más allá de la muerte 1.4


Giré la llave y comprobé, con gran alivio por mi parte, como se nos abrían las puertas de la salvación. Entramos.
El ascensor no estaba, pero pese al cansancio no queríamos esperar ni un segundo a que bajara, así que corrimos escaleras arriba, escalando los peldaños de dos en dos, mientras luchábamos por soportar el fuego que nos abrasaba por dentro y que nos devoraba las piernas para poder seguir corriendo un segundo más.

Llegamos a la sexta planta al límite de nuestras fuerzas.
Extenuados, cruzamos el umbral de la casa, y sin poder dar un solo paso más, cerramos la puerta echando el cerrojo. Luego permanecimos inmóviles un largo momento.
Notaba como me palpitaban las sienes, veía como me temblaban las manos por la incredulidad y el miedo, y sentía el corazón a punto de estallarme dentro del pecho. Así que cerrando los ojos intenté tranquilizarme y respirar normalmente.
Sequé el sudor que perlaba mi frente con el brazo, mientras los escalofríos me impedían pensar con claridad.
Abrí los ojos i contemplé a Marta, quien no presentaba mejor aspecto. Pues como yo, estaba exhausta, y su pecho subía y bajaba descontroladamente.
Verla a mi lado me arranco una sonrisa que desgraciadamente no tardó en desaparecer.

El inusual silencio que envolvía la casa me golpeó como un mazazo

Con la respiración aún desbocada, entré en todas las habitaciones, llamando a mis padres con voz trémula y asustada; pero no había respuesta alguna que tranquilizase mi espíritu. Mi desesperación crecía y crecía mientras dirigía la mano derecha hacia el bolsillo de los pantalones. Entonces, durante un segundo, me quedé sin respiración.

Me maldije por ser tan descuidado. El teléfono móvil se había quedado tirado en el suelo de la plaza.
Sin dilación, me abalancé sobre el inalámbrico del comedor y les llamé.
Me acerqué a la ventana, desde donde pude ver como el pánico se extendía por las calles de la ciudad como un rio de pólvora; desde donde pude ver como la gente corría en todas direcciones, huyendo de sus lunáticos perseguidores; desde donde pude ver el infierno desbordándose ante mis ojos.

Con la mirada aún perdida en las calles, oí como desde la habitación de mis padres llegaba una colorida y animada melodía que iba aumentando de potencia. Como ya era habitual, mi madre se había vuelto a dejar el móvil en casa…
Imprecando en voz baja, colgué el teléfono y me dejé caer en el sofá del comedor.
Miré a marta, que hacía lo propio llamando a sus padres. Podía ver perfectamente la angustia reflejada en su rostro mientras los tonos de la llamada pasaban uno a uno sin que nadie descolgase el auricular al otro lado de la línea, e imaginé que debía ser la misma cara que había puesto yo al empezar a sonar la musiquilla al otro lado de la pared.

Fijé la mirada en el suelo mientras me pasaba las manos por la cabeza, incapaz de creer o aceptar las locuras que acabábamos de ver, frustrado por no poder hacer nada por Marta, por sus padres, o por los míos.

Levanté la cabeza mientras me revolvía el pelo con fuerza y resoplaba con furia.

Mis ojos se encontraron entonces con los de Marta, quien me miraba con compasión, como adivinando mis pensamientos.
Se acercó sin mediar palabra y me acarició una mejilla mientras me besaba la frente.
Acto seguido se encendió un cigarrillo. La llama se reflejó un instante en sus ojos e hizo que brillaran como joyas.

La miré, y la vi entonces como nunca antes la había visto. Brillando con luz propia. Más radiante y hermosa que nunca.

Las primeras volutas de humo surgieron presurosas de su boca, acariciando con delicadeza sus bellos y sonrosados labios.
Entonces, por primera vez, ese humo que tanto aborrecía, dejo de parecerme molesto.